miércoles, 3 de junio de 2015

martes sobre la longitud del olvido

cada de vez en cuando, a horas poco apropiadas, tomo mi auto y me estaciono afuera de la casa donde crecí, en Avenida del Lago, a dos cuadras del parque Morales y justo detrás de la Plaza del Valle. vivimos en familia casi quince años en esa casa que ahora está irreconocible, al menos por fuera: la media reja blanca sobre la que teníamos prohibido balancearnos fue sustituida por una reja completa y después por un muro y un portón eléctrico; la banqueta de afuera fue reparada y el árbol que le daba sombra al Cavalier '94 se fue poco tiempo después; el blanco deslavado con vivos en azul cielo dio paso a un amarillo parejo que no se aprecia bien en la noche y el acceso que tomaba cuando olvidaba mis llaves ha sido tapado; la azotea donde hacíamos extraños experimentos astronómicos y guaridas improvisadas con colchones viejos y cajas, las tuberías de cobre que forramos de periódico y pintura turquesa por las heladas, el tinaco viejo de cemento donde me subía a fumar en secundaria ha sido remplazado por un Rotoplas de última generación y todo ha dado paso a un nuevo segundo piso. por supuesto, no tengo idea cómo se ve la casa ahora por dentro: no sé qué habrá sido de mi cuarto ni del baño de mosaico rosa que compartía con mi hermana, no sé si pusieron plantas en el pequeño patio interior, si convirtieron el cuarto de la televisión en una habitación independiente o si rescataron el jardín trasero, cuyo único acceso era a través del cuarto de mis padres y que en sus últimos años era básicamente tierra, tres líneas de tendedero y una especie de bodega bajo una lona donde había juegos nuevos de baño y una sala vieja de madera, además de insectos, hojas muertas de ficus y probablemente un nido de ratones. 

en esa casa viví todo lo que se vive hasta los dieciséis años: fiestas de cumpleaños, visitas familiares, vacaciones de verano, secretos ocultos y descubiertos; la última vez que estuve adentro tomé una fotografía de la pared donde estaban las marcas de mi crecimiento. (la verdad es que yo no me mudé: movieron mis cosas de esa casa -donde todavía un tiempo después vivió mi papá- a la otra cosa -donde al principió viví nada más con mi mamá- mientras estuve en la Olimpiada de Matemáticas de Ixtapan de la Sal.) tuve peleas con amigos que ahora ya no son amigos y pasé tardes completas tirado en el pasto de la cochera; nunca cerramos la puerta con seguro y a veces ni siquiera la cerrábamos completa -la razón probable por la que entraron ratas a la casa cuando empezaron a construir ese edificio de departamentos en el terreno baldío de enfrente-; llevé una de mis novias ahí -la segunda- y alguna vez tiré la bomba del agua queriendo meter el coche; en uno de mis cumpleaños, mis amigos y yo rompimos la cama de mis padres porque nos pusimos a saltar sobre ella -pese a que se nos advirtió no hacerlo-, el colchón estuvo esa noche apoyado en la pared de mi cuarto hasta que me cayó encima a media noche y, con tal de no despertar a nadie, pasé la noche debajo de él porque no pude salir. 

sin embargo, hace más de diez años que no vivo ahí y es probable que la nostalgia imponga un costo. el punto es que la casa no se acuerda y la mayoría del tiempo yo tampoco.


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