cuando estaba en quinto de primaria, estuve nueve semanas de intercambio en una escuela de Tulsa, Oklahoma. no sé si ese intercambio sigue vivo. eligen a quienes puedan pagar el programa entre estudiantes con las mejores calificaciones y conducta, y los mandan a vivir cuatro semanas y media en casas de alguna familia de la primaria, la Eisenhower International School. (Tulsa y San Luis Potosí son ciudades hermanas, creo que por el lado de su papá.)
tuve la suerte de que mi familia pudo pagarlo --en aquellos lejanos entonces, el dólar estaba como a cinco pesos-- e hice el viaje con algunos de mis mejores amigos, a la fecha.
las dos familias con las que viví eran radicalmente distintas. la primera era una familia mayor que había adoptado un niño, Mark. nos juntábamos a leer en la sala después de la cena y el postre consistía en una o dos --máximo-- galletas oreo, muy distinto de mis aficiones trogloditas después (si las dejo se aguadan, no es mi culpa). recuerdo que alguna vez cerré mal la puerta del coche; Phil --el papá-- estaba por abrirla para cerrarla bien cuando simplemente le di un nalgazo para cerrarla. sorprendido, pero incapaz de regañarme, dijo "Mexican way!" en ese tono optimista de los suburbios.
me cuesta un poco más de trabajo recordar a la segunda familia, con quienes pasé Halloween y Thanksgiving. creo que su casa tenía alberca pero nunca nos metimos, y jugaba PlayStation (PlayStation 1, claro, Twisted Metal y Gran Turismo) con mi anfitrión, T. J., la personificación de Calvin de Calvin & Hobbes, en el sótano de su casa que era el cuarto de su hermano que estaba en la universidad. más de una vez cenamos comida de microondas y desayunamos donas de SevenEleven de gasolinería, a veces nos visitaba su novia Samantha --unos veinte centímetros más alta que nosotros dos-- y creo que pasamos todas las tardes sin supervisión adulta. al despedirme, T. J. quiso hacerme un regalo: su GameBoy viejito (porque si me lo daba le comprarían uno nuevo), una navaja y una gorra de cuero que decía MEXICO y que había comprado en una visita a San Miguel de Allende. acepté el GameBoy.
con alguna de las dos familias --casi seguro era la primera-- fui a varias reuniones de los Boy Scouts como invitado. no recuerdo cuántos de los estudiantes mexicanos estábamos ahí, pero éramos varios. por lo menos, durante el campamento grande, estaba con Benji.
tampoco recuerdo bien el campamento. por ejemplo: no recuerdo las cabañas donde me imagino que dormimos, ni recuerdo con claridad el lugar; es más que posible que mi memoria sustituya algunos huecos con la Sierra de Álvarez, donde Benji tenía una cabaña, que conocía un poco mejor. no recuerdo la ropa que traía puesto y mis memorias me engañan con un uniforme de Boy Scout que nunca tuve ni he usado. no recuerdo haber pasado tiempo ni con Mark ni con T. J., ni prácticamente ninguna de las actividades que hicimos ahí. lo único que recuerdo con claridad es la fogata.
al final de las actividades, entrada la noche, todo el campamento se reunió a la fogata. había Boy Scouts de todas las edades, además de varios instructores y padres guía. la fogata era absolutamente enorme. he tenido un par de experiencias con fuego fuera de control --casi todas en La Quintita, mi última residencia universitaria en Guanajuato-- y aun así, creo que este fuego era muchísimo mayor. debíamos ser casi cien niños o más o menos, y la fogata debía tener dos metros de diámetro, el fuego alcanzaba cuatro o cinco metros de altura. nos preparábamos para cantar canciones, comer salchichas, malvaviscos y smores, contar historias de terror, resistir el impulso de decirles malvadiscos.
toda la mañana y la tarde, durante las incursiones, Benji y yo escuchábamos sonidos de tambores a lo lejos. pensamos que era alguna actividad scout y se nos olvidaba. pero el sonido volvía, rítmico, constante, dándole la vuelta al valle, para desaparecer otra vez. de nuevo, no recuerdo qué hicimos nosotros en todo el día más allá de caminar, pero recuerdo el sonido de los tambores, una y otra vez. mi ubicación espacial no era la mejor --en ese lugar al que nunca había ido antes, con mi visión del mundo de niño de diez años tratando de comunicarse en lengua no materna-- pero juraría que la fuente del sonido se movía.
la última vez que escuché los tambores estábamos en la fogata. Benji los escuchó también, a nuestras espaldas, y volteamos para ver un castillo que claramente no estaba ahí, una silueta con ojos luminosos que teníamos que estar imaginando, en medio del paisaje oscuro, las sombras de árboles y la luz de las estrellas. (esta imagen me aparece de vez en cuando en sueños, aunque quizás la tomé de alguna película que ya no recuerdo tampoco.)
yo calculo que teníamos once años y la sorpresa que convirtió en risa nerviosa. cuando quise decirle algo a Benji, entendí que ya no estaba ahí. entonces comprendí que estábamos en silencio porque no había nadie más: ningún otro Scout, ningún padre guía. el castillo no estaba ahí, la silueta estaba en mi imaginación.
entonces le vi --me vi, quise decir. con todo lo que ha cambiado mi cuerpo en veinte años y con el poco de control que he tenido sobre esos cambios. tampoco sé en qué época habrá sido aquello, pues no recuerdo haber vivido la experiencia desde el otro lado --no aún, digo. (además, algo deberá de haber pasado porque fantaseo constantemente con avisarme de buenas inversiones o eventos deportivos, que evidentemente no hice.) quiero decir que en ese momento sabía que era yo, sentada al lado del fuego.
no dije nada --que no me sorprende-- pero tampoco yo dije algo. creo que nunca he sabido iniciar una conversación conmigo. no me levanté para acercarme y la verdad no parecía que fuera un encuentro que hubiera planeado, más como una tarea. pasamos algunos segundos así, o quizás pasamos suficiente tiempo para intercambiar lugares --era un círculo, después de todo.
me volteé a ver y me sonreí. el mundo despertó. mi malvavisco se había quemado.
no he vuelto a escuchar los tambores.