martes aunque no sé bien qué día sea

una de las consecuencias más bonitas de la Olimpiada, quizás de las menos tratadas, es la oportunidad que tiene uno, quizás por primera vez, de hacerse verdaderamente responsable de algo. los participantes novatos o no, muy jóvenes de doce o trece años y hasta de dieciséis y diecisiete, es probable que nunca hayan hecho algo verdaderamente por ellos. claro, hay excepciones: los atletas de alto rendimiento, los artistas incomprendidos -músicos, escritores, actores y bailarines- y unos cuantos más. ellos que se entrenan diario porque así lo necesitan, no porque lo dice el profesor de educación física, no porque los papás lo llevan, no por nadie más que uno mismo. porque esto tampoco se hace por nadie más, o no debería, en un principio: el prestigio de la escuela, el orgullo que sienten los padres, lo alto que se pone el nombre de nuestro país es una hermosa consecuencia de ser excelente en lo que haces, de esforzarte todos los días por hacerlo bien; no se hace siquiera por tus entrenadores, aunque no quieras la victoria o la derrota la compartirás con ellos, pero eso es aparte. todo el tiempo, frente al papel, durante cuatro horas y media eres tú solo. lo haces tú y nadie está ahí para ayudarte. todo el tiempo lo haces tú. nadie que llegue a la Olimpiada nacional puede creer que lo hace porque la maestra le dijo que fuera a un examen, porque el padre cree que tiene aptitudes para las matemáticas; han debido pasar meses enteros de entrenamiento, de sacrificio. el que cree que está perdiendo las vacaciones no sabe lo que hace, ni para qué, y es posible que no llegue lejos. el que cree que es demasiado trabajo morirá aplastado por los demás. la plantita, la mascota, el bebé, la relación, la Olimpiada y cualquier proyecto propio se morirá pese a todas tus excusas.