en 1895, cuando la biblioteca pública de la ciudad de nueva york estaba por abrir, la alcaldía se encontró con un obstáculo que jamás hubieran pensado: los libreros de la ciudad -un gremio sumamente desunido- encontraron en la biblioteca el enemigo a vencer, rival común; argumentando que dejar todos los libros al alcance de cualquiera, sin costo alguno, mandaría a la quiebra todos sus negocios. la verdad es que hasta antes de entonces, había verdaderamente pocas bibliotecas públicas en el mundo y todas restringían el acceso a los alumnos de alguna universidad o estaban en poder de algún millonario lector. afortunadamente, la biblioteca abrió sin mayores contratiempos y las bibliotecas públicas se propagaron por todo el mundo. sin embargo, de este incidente nacieron algunas de las librerías más grandes del país como Barnes&Noble, o editoriales tan poderosas como McGraw-Hill o Penguin.
varios cientos de años después, la resistencia fue bastante más poderosa. fueron sus tristes intentos por detener la revolución los que la iniciaron en primer lugar: la apatía habría vencido y probablemente hubiésemos cedido sin mucho problema si no hubieran querido bloquear nuestros medios de comunicación. cuando los teléfonos dejaron de funcionar y fue imposible mandarnos mensajes, lo que estaba bastante más cerca de actos vandálicos aislados, escaló rápidamente una vez se perdió el liderazgo central y se soltó una guerra de guerrillas: lo que se hubiera quedido resolver con incesantes llamadas y un diluvio de cartas de queja o burla tuvo que salir a las calles, hasta sus oficinas y fábrica. en el camino descubrimos que no necesitábamos mucho de lo que instintivamente les comprábamos; abandonados a nuestra memoria e instrumentos musicales, la mayoría no sobrevivió.
fue sencillo al principio moverme por las ciudades que conocía, pero las fronteras se cruzaban con facilidad. dependía tanto de mis aparatos que no podía recordar las direcciones de mis amigos, no tenía cómo saber en dónde estaba, ni cómo regresar. el mundo se volvió rápidamente todo lo que pensaríamos se volvería en una suerte de revolución global: ellos nos habían preparado con novelas y cuentos, distribuyendo relatos gloriosos de mundos postapocalípticos; una parte de nosotros sabía dónde encontraríamos comida una vez se abandonaraon los campos de cultivo, qué lugares serían los más apropiados para refugiarnos, qué precauciones tener y, por supuesto, qué errores estúpidos no cometer.
yo estaba con el grupo que tomó las oficinas centrales de General Electric, en Shenectady, a inicios de la primavera. era una fortaleza, una verdadera ciudad autosuficiente que seguía operando, produciendo cosas. nos entregamos al saqueo, pero muy pronto nos ganó la curiosidad. encontramos al director en su oficina, y la mentalidad de masas le mostró poca piedad. yo me quedé en su oficina, asombrado por todo lo que había en ella: parecía que había ahí una copia de cada producto vendido, muros enteros llenos de libros, de pared a pared, desde el piso hasta el techo. detrás de su escritorio, en el librero que tenía diplomas y fotos de familia, había algunos ejemplares mucho más gastados y leídos: 1984, Farenheit 451, Un mundo feliz, Fundación, Yo robot, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Yo, robot, Carbono alterado. todos esos libros, gastados de lectura y relectura, con anotaciones al margen en distintas caligrafías y tintas, subrayados, con marcas y señalamientos, pasados de generación en generación. ellos sabían, les habíamos mostrado el camino también.
como evidencia final de que Dios disfruta la ironía, la tercera página de cada uno de los libros estaba marcada con un sello que leía: Property of the NYC Public Library. If found, please return.
dejamos la ciudad con la destrucción a nuestras espaldas, nadie muy seguro de que seguía. caminamos sobre la carretera al sur, tratando de agarrar un aventón a casa.