domingo, 4 de julio de 2010

madrugada de lunes de cuento corto

con la ilusión de conseguir algo de dinero durante mis vacaciones, abrí, con ayuda de varios amigos, una especie de despacho especializado en análisis lingüístico de textos. por supuesto, había yo visto demasiada televisión. gracias a los contactos que me había hecho con la olimpiada de matemáticas, varias escuelas y algunas personas de la secretaría de educación me contrataron para analizar unos textos. no había nada muy interesante. más que nada cuestiones de diplomacia, cuidar bien las palabras al redactar oficios para autoridades por encima. una escuela –privada y de gran prestigio- me llevó una serie de papeles –justificantes médicos, circulares, permisos de padres, reportes de lecturas, ensayos- escritos todos a máquina para que concluyera si habían sido falsificados o no por un alumno que había faltado casi una semana en el último mes; ése fue mi trabajo más interesante durante el primer mes de verano. después llegó algo que me hizo descubrir posibilidades nunca antes pensadas a mi especialidad.

fue a visitarme un abogado, profesor de mi hermana en la universidad autónoma del estado, con un caso que había podido con todos los socios de su prestigioso bufete de abogados. se trataba de un testamento que había redactado uno de sus becarios como dictado de un cliente excéntrico y –obviamente- millonario. el becario después renunció y ahora parecía obvio por qué: el testamento estaba perfectamente notariado lo que lo hacía absolutamente legal pero el contenido no era claro para nadie. un abogado, que representaba los intereses del primer matrimonio del difunto, aseguraba que el testamento estaba dictado en tono sarcástico y que por lo tanto la parte donde lee “todas, absolutamente todas y cada una de mis pertenencias en el mundo a mi hijo” en realidad quiere decir que no le deja ninguna. para sustentar esto citaban el énfasis puesto en el pleno dominio de sus facultades y en el énfasis de cómo el dictado se hacía por propia voluntad y no por “tener una pistola nueve milímetros apuntándome directamente a la cabeza”. el abogado que defendía a la familia de la segunda esposa decía que era imposible detectar rastros de sarcasmo en un texto escrito y argumentaban siguiendo a varios investigadores de la escuela de la logicidad de guatemala y el salvador. presentaban un caso muy fuerte pues la escuela logicidicista está bastante de moda. el último abogado –el que me había contratado- estaba bajo las órdenes del único hijo y sostenía que, incluso si fuesen ciertos ambos argumentos anteriores, ninguno implicaba una controversia sobre la legalidad y patria potestad que ahora beneficiaba a su defendido dado que el documento seguía siendo perfectamente legal y a favor de su cliente. él era el único que había usado slang de abogado así tenía un punto muy fuerte.

los tres abogados y las partes involucradas me miraban fijamente. en mi pequeña oficina apenas y cabíamos y estaban alrededor de mi escritorio tapando mi única salida. me dieron el documento y ahora lo sostenía en mis manos. miraba el documento y luego los veía a ellos. entonces me di cuenta: yo era el experto ahí. todos esperaban mi juicio que sería definitivo. yo era el único licenciado en letras españolas en la sala. yo tenía todo el poder. empecé a hacer ruidos de asentimiento. leía el inicio y asentía, mirando al abogado número uno. después, hacía como que seguía leyendo y ponía cara de sorpresa, por lo que ponía cara de asombro para el abogado número dos y la esposa actual. al hijo y abogado número tres nada más les di una mirada de apoyo incondicional. de repente, ¡sorpresa! puse el testamento sobre mi escritorio y empecé a marcar el renglón con el dedo. “es posible que…” empecé a decir, sin terminar la frase ni mirar a nadie. “¡sí!” grité “es un mensaje en clave”. saqué una hoja de papel y una pluma. “uno…. cuatro…” no terminaba las oraciones. no levantaba la mirada del documento. todos estaban uno sobre otro con los ojos fijos en el testamento. ni una sola palabra por su parte. “son números…” dije lo obvio. cada número que escribía en la hoja los hacía inclinarse más. estaban completamente inmersos en el papel, haciendo su mejor esfuerzo por comprender de dónde salía cada número que escribía. los abogados todos se apresuraban por ser el primero en asentir y encontrar una explicación estúpida que vinculaba el renglón sobre el que estaba mi dedo con la nueva cifra en el papel. alcancé a escuchar algunos como “el número de vocales”, “la cantidad de sílabas”, “las veces que esa palabra ha aparecido”, “el número fibonacci asociado a esa letra” y otras cosas similares. por fin escribí el último número. me recliné en mi silla -que para eso es- sosteniendo la hoja con ambas manos. puse una cara de satisfacción y luego, de repente, sorpresa otra vez.

puse la hoja a la vista de todos y dije: “¡no puede ser! ése es mi número de cuenta en el banco”.
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