Daniela, que hace tan sólo unos momentos estaba en el jardín de su casa viendo el cielo, va corriendo lo más rápido que puede hacia la cocina, donde está su mamá. Daniela es una niña muy simpática, que luego les presento, porque ahora parece que lleva mucha prisa.
Cuando llega a la cocina, jala a su mamá del delantal y le grita:
-¡Mamá! ¡Mamá! ¡La luna! ¡La luna!
Su mamá, que nunca deja de lavar los trastes de la cena, le pregunta, con el tono con que responden todas las mamás todos los gritos extraños de sus hijos:
-¿Qué tiene la luna, hija?
Pero no lo dice con urgencia, como ¿¡Qué tiene la luna, hija?! Sino que lo dice lento, sin ganas, como si ya estuviera viejita.
Daniela es una niña chiquita, es de las más pequeñas de su salón y por eso a veces le decimos Dani o Danielita, pero no le gusta que le digamos así. Tiene así de años, bien poquitos, y le caben en sus dos manos y ¡hasta le sobran dedos! Tiene el cabello negro y lacio lacio, pero con el sol a veces se ve rojo y cuando sale de bañar se le hacen unos chinos que no le gustan y se lo peina y se lo peina hasta que se le quitan. Le gusta el chocolate, febrero y los colibríes. Pero todo eso ahorita no importa, porque Daniela está muy preocupada por la luna y su mamá no le hace caso.
-¡La luna, mamá! ¡La luuuuuna!
Y lo dice con muchas u’s para que su mamá le ponga atención, pero ni así deja de lavar los platos ni se quita sus guantes amarillos.
-Si hija, la luna, ya sé.
Pero no sabía.
-¡La luna, mamá! ¡No está!
-Ajá, no está. Ya va siendo hora de que te vayas a dormir Daniela.
-No mamá –le contestó Daniela, que odiaba la hora de irse a dormir- la luna no está. Hace un ratito sí estaba pero ahora ya no está.
Su mamá agarró un enorme sartén donde habían cocinado unos huevos estrellados y empezó a tallarla. Para esto, ya era bastante noche, de verdad era hora de que Daniela se fuera a dormir pero todo el asunto de la luna la tenía muy preocupada. Todavía como sin nada, su mamá le contestó:
-Por ahí debe de estar.
-No mamá, ya la busqué y no está por ningún lado. Hace un ratito sí estaba pero vinieron unas nubes y la taparon y cuando se fueron ya no estaba.
Y su mamá fregaba y fregaba la olla y así seguía.
En un último y desesperado intento Daniela hizo su voz muy aguda como le molesta a las mamás (y a todo mundo) y alargo sus palabras lo más que pudo:
-¡Mamáaaaaaa! ¡La luuuuuuna!
-¡Está bien! –dijo su mamá, que por primera vez mostraba algo de preocupación –no está la luna. Y luego ¿qué?
Eso es exactamente lo que Daniela quería saber así que le dijo a su mamá:
-Eso es exactamente lo que quiero saber.
Porque, aunque Daniela era chiquita, se sabía palabras muy grandes. A veces las escuchaba cuando su hermano José leía el diccionario en voz alta, algo que parecía entretenerle mucho y volver loca a su mamá. Así había aprendido que un paquidermo era como un elefante, pero más feo y que las orquídeas eran unas flores muy bonitas (y más amables que su amiga Orquídea, del salón).
Porque, volviendo al asunto de la luna perdida, si Daniela supiera donde estaba la luna, no andaría por toda la cocina gritando ¡la luna! ¡la luna! ¡la luuuuuuna! Si ella supiera “luego qué” con la luna, ya estaría inventando una historia para no tener que ponerse la pijama ni irse a acostar.
Como su mamá no le respondió nada, Daniela pensó que era un buen momento para salir y asomarse por si la luna había regresado. Entonces dejó a su mamá lavando los veinte millones de cucharas y fue corriendo al jardín. Estaba tan oscuro que Daniela no podía ver ni su propia nariz, pero como nunca podía, no le preocupó tanto. Se asomó al cielo y estaba todo completito, lleno de estrellas. Daniela las empezó a contar: una dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve diez dieciuna diecidos diecitrés diecicuatro. Estaban todas ahí, pero la luna no aparecía por ningún lado. Rápido regresó a la casa y trajo una silla pequeña, la que usaba cuando hacía su tarea. La puso en medio del jardín, no muy cerca del árbol, pero ni siquiera así pudo encontrar la luna en el cielo.
Regresó corriendo a la casa como al principio, gritando, como al principio:
-¡Mamá! ¡Mamá! ¡La luna!
Y su mamá, que como casi todas las mamás, tenía muy mala memoria, le preguntó:
-¿Qué tiene la luna, hija?
Daniela no podía más y volvió a hacer muy largas las palabras y le dijo:
-¡Mamáaaaaaaaa!
Su mamá por fin soltó los trastes, aunque todavía no se quitaba los guantes amarillos, y la volteó a ver.
-A ver hija, ya sé –se quitó sus guantes amarillos y se puso en cuclillas a la altura de Daniela, tomándola de los hombros- salgo contigo y encontramos la luna y luego te pones tu pijama y te vas a dormir, ¿está bien?
Daniela respiró profundo y dijo:
-Está bien.
Y luego salió corriendo al jardín, llevando a su mamá de la mano y otra vez gritaba la luna y la luna y la luna. Corrieron hasta estar a la mitad del jardín y Daniela señaló al cielo y le dijo a su mamá:
-¿Ves? ¡No está!
(Ahora que lo pienso, Daniela es una niña bastante gritona, todo lo dice con signos de exclamación.)
-Estaba justo ahí cuando llegaron las nubes y ahora ya no está.
Su mamá se quedó mucho tiempo buscando en el cielo. Hacía su cuello para acá y para allá, girando, pero tampoco la encontraba. Después de un ratote de silencio, se puso las manos en la cintura como se ponen las mamás y dijo:
-Tienes razón hija, no está.
Y mientras caminaba hacia la casa dijo:
-Se ha de haber caído.
A Daniela se le abrieron los ojos grandotes, como cuando le regalan un chocolate o cuando le dicen que tiene que ir al dentista. Corrió para alcanzar a su mamá y se puso delante de ella.
-¿Se ha de haber caído? ¿La luna?
Su mamá se agachó y le contesto con el tono con que responden todas las mamás a las preguntas extrañas de sus hijos:
-Pues sí hija, si no está es que se ha de haber caído. Ahora vete a poner la pijama.
Daniela se quedó ahí mientras su mamá terminaba de lavar los trastes y todo el tiempo pensaba en la luna y en que se había caído.
Después de un rato ya estaba con su pijama y acostada en su cama. Vino su mamá a darle su besito de buenas noches. Ya cuando se iba, Daniela le preguntó:
-Mamá, ¿en serio crees que la luna está por ahí tirada?
-No hija –le respondió su mamá- si la luna se cayó, de seguro ya la encontró alguien y se la llevó a su casa.
Y entonces le apagó la luz.
Desde la cama de Daniela se puede ver el cielo y todavía estaban ahí cada una de las diecicuatro estrellas, sin su luna. Después de un ratote sin que apareciera, Daniela se levantó y se asomó por la ventana. Se llevó su cobija porque tenía frío y se puso de puntitas, agarrada del borde de la ventana. Se acomodó sus grandes lentes con marco grueso y negro (¿ya les había dicho que Daniela usa lentes? Bueno, pues Daniela usa lentes) y si pudiéramos ver a Daniela desde afuera, nada más veríamos de su nariz para arriba y cuatro dedos de cada mano con que se agarraba para no caerse. De nuevo veía el cielo y la tierra, todo muy negro y largo, tan largo que a lo lejos no se veía donde terminaba la tierra y donde empezaba el cielo. O sea que la luna estaba ahí, en algún lado. No podía dejar que alguien más la recogiera. Se puso los tenis de su uniforme de deportes y una chamarra gruesa y salió al jardín, sin que nadie se diera cuenta.
(Siempre que va a salir de la casa, Daniela pide permiso, o cuando menos le avisa a su mamá. Esta vez no lo hizo porque después de lo que pasó cuando estaba lavando trastes, estaba segura que su mamá la mandaría a acostar sin dejarle explicar nada. De todos modos, sólo por si acaso su mamá le diera por levantarse por un vaso con agua y de pasada se asomara al cuarto de Daniela, dejó una notita en su cama que decía Fui a buscar la luna.)
Abrió y cerró la puerta sin hacer nada de ruido. Bueno, sí hizo tantito pero fue tan poquito que eso no podía despertar a alguien. Ni siquiera a su mamá, que se despierta por cualquier cosa; tiene tan buen oído que siempre es la primera que escucha llegar a los reyes magos en enero.
Empezó a caminar por el jardín, pero estaba muy oscuro. No podía ver la luna. Bueno, no podía ver ni por donde pisaba. ¿Sería cierto que ya la había encontrado alguien y se la había llevado? Seguía buscando pero no la encontraba por ningún lado.
Como el jardín se le hacía tan grande, decidió que lo mejor sería hacer una ruta. Se fue a una esquina y empezó a caminar poniendo el talón de un pie justo delante de la punta del otro, como si hiciera gallo gallina pollito pero sin hacer pollito porque no tenía tiempo de caminar dos veces. Así se seguía hasta que llegaba a la otra orilla, entonces daba un paso más allá y volvía a hacer lo mismo, pero en sentido contrario; todo el tiempo viendo al suelo a ver si la encontraba.
En una de esas se topó con el árbol. Estaba pensando en darle la vuelta, pero se le hizo mejor subirse. Si la luna se había caído, pudo haber caído en el árbol.
Le costó mucho trabajo subirse al árbol porque tenía una chamarra muy gruesa que no le dejaba casi moverse, como si estuviera más gordita o envuelta en ese plástico con burbujitas en el que envuelven cosas que se rompen. Pero cuando por fin pudo subirse, buscó en todas las ramas y no la encontró. Luego saltó para abajo y siguió buscando.
Estaba tan ocupada en eso de buscar que se tropezó con una gran piedra. Rápido volteo para ver si había sido la luna pero no era, era una piedra café y normal como una piedra café y normal. Entonces se estiró para alcanzar sus lentes y se dio cuenta que de verdad era una piedra café y normal. Pero detrás de esa piedra café y normal, había otra piedra no café ni normal. Esta era más bien blanca y redonda. ¡Era la luna! ¡La había encontrado!
Lo primero que hizo Daniela fue ir por un palo para moverla porque así le han dicho que hay que mover las piedras para ver si no tienen arañas abajo y a Daniela no le gustan las arañas. Como sólo había pasto abajo, se acercó y la recogió. No estaba tan pesada como se imaginaba. Pero debería estar allá arriba.
Entonces Daniela la agarró y la aventó hacia arriba con todas sus fuerzas. Creó que no fue suficiente, apenas y se elevó unos metros antes de que volviera a caer al suelo, haciendo un ruido chato, como cuando te caes de pompas y no rebotas. Fue corriendo a ver si no se había roto, pero primero fue por el palo para moverla y ver si debajo no había una araña aplastada con el relleno amarillo de fuera, que tampoco le gustan a Daniela. No había arañas aplastadas con el relleno amarillo de fuera ni estaba rota la luna.
No tenía la fuerza para aventarla hasta el cielo y se quedara allá pegada. Pero tampoco podía ir a despertar a alguien más fuerte para que la aventara, ni a José porque no le gusta que lo despierten ni a su mamá porque la mandaría a acostar y le castigaría la luna (aunque Daniela sabía que las cosas que le quitaba siempre las escondía en el congelador, y podía ir por ellas y esperar a que estuvieran menos frías y luego jugar y regresarlas antes de que su mamá se diera cuenta) ni a su vecino porque huele chistoso ni a su tío porque vive muy lejos y le tomaría toda la noche llegar a su casa ni a su profesor de matemáticas porque no sabe dónde vive.
Ella solita tenía que poner la luna en su lugar. Estuvo pensando y se le ocurrió que lo mejor era hacer una super mega resortera gigantesca para aventarla hasta arriba. Lo primero que pensó usar fue el resorte con el que juega resorte (yo también jugaba con mi hermana, pero nunca le ganaba, siempre me atoraba con las vueltas) y unos calzones de su hermano, blancos y razonablemente grandes.
Entró al cuarto de José y agarró los primeros que encontró, tapándose la nariz siempre. Regresó a su cuarto, sin correr ni hacer ruido, y se trajo su resorte con el que juega resorte. Bajó al jardín y amarró una orilla del resorte al calzón y la otra orilla también al calzón, pero del otro lado. Luego atoró su super mega resortera gigantesca entre el árbol y el tendedero de su mamá. Todo estaba listo.
Agarró la luna y por primera vez la vio bien. Vio que el conejo no era un conejo sino nada más unos hoyitos que tenía. La mordió y no estaba hecha de queso. No se desinflaba por ningún lado, ¡era todavía más misteriosa de lo que pensaba! Le dio toda la vuelta y se la aprendió de memoria. Luego se despidió de ella, la puso en su super mega etcétera (o sea, en los calzones de su hermano José) y jaló y jaló y jaló y la soltó y se quedó parada viendo como se iba lejos, lejos.
La estuvo buscando otro rato pero no la vio. Tampoco estaba en el cielo. ¿Dónde estaba la luna?
Ya era muy tarde y se caía de sueño. Esa noche Daniela se fue a acostar muy triste, porque no estaba la luna que tanto le gusta y por su culpa ya nunca iba a estar. De seguro había fallado el tiro y alguien más la había encontrado y se la había llevado para regalarla a su novia porque entre el sol la luna y las estrellas sería una cosa menos que cumplir, o la habían puesto en un museo o vendido para romperla en pedacitos y que la puedas canjear por los cupones que vienen en las cajas de cereal.
La noche siguiente, después de cenar, Daniela no salió a ver el cielo. En vez se quedó adentro, viendo la tele. Cuando ya era noche, y su mamá había acabado de lavar los trastes, escuchó que su mamá le gritaba desde el jardín:
-¡Daniela! ¡Daniela! ¡La luna!
Daniela se asustó mucho porque creyó que su mamá por fin se había dado cuenta que no estaba la luna y la iba a regañar, pero de todos modos salió porque le habían enseñado que tiene que ir cuando le hablan.
Salió sin mirar el cielo, con la cabeza viendo para abajo y le preguntó a su mamá:
-¿Qué tiene la luna?
-¿Cómo que qué tiene la luna? ¡Ahí está, mírala!
Y Daniela miró arriba y ahí estaba la luna, pegada al cielo otra vez.
Parece que nadie se la llevó después de todo –dijo su mamá y se metió a la casa después de decirle que se fuera a poner la pijama.
Daniela se quedó un rato más para ver si la luna no se caía otra vez. Pero no pasó. La noche siguiente ahí estaba. Y la siguiente. Y la siguiente. Todavía ayer, cuando se quedó dormida Daniela, ahí estaba.
Y mientras Daniela duerme en la noche, todo el mundo ve la luna, como si no se hubiera caído nunca.