miércoles, 22 de septiembre de 2010

miércoles de he perdido este cuento tantas veces que lo mejor es esconderlo aquí

El otro otro

El hecho ocurrió el sábado, en París. No supe a dónde acudir inmediatamente. Ahora, lunes, pienso que aún queda tiempo para hacer algo.
Todavía hoy tengo problemas para entender lo sucedido, aunque a lo mejor simplemente no estoy pensando con claridad.
Eran cerca de las diez de la noche. Yo estaba parado frente a una de esas barras de resistencia donde la gente se calienta. Esperaba en la Gare du Nord el tren que me llevaría a Compiègne. La gigantesca pizarra electrónica llevaba unos minutos sin cambiar y yo evitaba cualquier contacto visual; no ocultaba mi miedo cambiándome de calentador cuando se engentaba demasiado.
Fue justo después de uno de esos cambios que empecé a sentirme observado. Traté de no darle importancia pero cada vez me incomodaba más. Había perfeccionado una técnica para evitar las confrontaciones, y era de lo más sencilla: no entender. Cuando alguien en la calle se me acercaba pidiéndome dinero o atención, fingía no entender el francés –es decir, fingía no entender la mitad de francés que lograba descifrar; inmediatamente se venía la traducción al inglés, que era bastante más difícil de ahuyentar y finalmente en alemán, italiano, español o algún otro idioma (En Budapest, me sorprendió que la cajera de un banco no pudiera expresarse más que –y de manera necia- en húngaro, y un vago en la terminal hablara además inglés y alemán. En París, antes, afuera de las Galerías Lafayette, una gitana, después de fracasar con el francés, me preguntó si hablaba inglés y ante mi negativa, se alejó diciendo Well you should, handsome (o al menos eso quise entender)); lo más sencillo era, pues, no hablar. No entablar comunicación equivalía a no existir –a menos que el interlocutor entablara rápido diálogo con alguna de mis pertenencias. Me sorprendió bastante, pues, que el personaje me hablara directamente en español.
-Discúlpame el atrevimiento, ¿esperas el tren que va a Compiègne?
-Sí.
Hubo un silencio marcado por mi nerviosismo. La impuntualidad de estos trenes empezaba a molestarme tanto como a los locales.
-¿Vas allá a pasar la noche con tu amigo que vino acá de intercambio?
-Sí.
La seguridad de que nadie más entendía nuestras palabras me hacía sentir que estábamos solos en esa gigantesca, horrible y fría estación
-Tu nombre es Eugenio Flores, ¿no es así?
-Así es.
-¿Y no te sorprende que lo sepa?
-No. La maleta a mis pies tiene una etiqueta visible con mi nombre, justo como recomienda la voz del cielo.
Estiré mi brazo para alcanzar mi maleta y cambiar de calentador, pero el hombre me detuvo.
-No, no te vayas. ¿No entiendes? Yo soy tú, Eugenio, Uge.
-Discúlpeme señor, no sólo eso me parece imposible, además me suena trillado.
-En tu mochila traes una cámara, un iPod, un enchufe universal, tu boleto global de tren, un par de antiácidos, una cajetilla de cigarros a la mitad, souvenires baratos, una libreta con una carta sin terminar a tu novia y un sobre para enviarla.
-Eso mismo trae cualquier turista de mi edad.
-Además traes una tarjeta de crédito de tu mamá y una faja para guardar tus valores que te regaló tu suegra y que no usas.
-Eso mismo trae cualquier turista de mi edad con madre y suegra.
-¿No te sorprende ni siquiera un poco?
-Lo siento. Justo lo mismo me pregunté cuando estuve delante de la Torre Eiffel, enfrente del Big Ben al otro lado del Támesis o a orillas del Mar del Norte. Creo que es culpa de Internet. Además, no encuentro el más mínimo parecido entre nosotros.
-Me imagino. Para empezar, tengo al menos veinte años más que tú, es decir, cuarenta y tantos. Más o menos a los 28 años, por fin te decidiste a hacerte una rinoplastia. En realidad fue necesaria y una hermosa coincidencia. Tu novia te abandonó un par de años antes, cansada de soportar tus infidelidades. Decidiste regresar a vivir a Europa con ayuda de tu madre que se cansó de tenerte ebrio en la casa. Vives acá desde el 19, y gozas de alguna fama como escritor, aunque poca. Ese dinero te permite comprar algo de comida, alcohol, drogas y prostitutas.
-Me espera un futuro alentador.
-¿No me crees?
-¿Cómo puedo creer que somos la misma persona si no he vivido nada de eso ni puedo imaginarme cosa más alejada de lo que deseo vivir?
-¿No deseas ser un escritor?
-No deseo volver a Europa.
Hubo aquí otro silencio. Era como escuchar mi horóscopo: aunque las coincidencias eran muchísimas, eran coincidencias.
-No recuerdo mucho de nuestra infancia o nuestra juventud.
-Curioso, yo tampoco logro recordar mi futuro.
Me sentía en una racha positiva. Aunque era normal escudarme y responder con frases sarcásticas, por lo regular las buenas frases como ésa se me ocurrían hasta dos o tres horas después de repasar constantemente lo sucedido y pensar en lo que pude haber dicho.
-El problema es que somos muy distintos ahora. Hoy duplico tu edad y no quieres ya las mismas cosas como no las querías hace diez, cuando tenías once. Mucho de lo que anhelabas no se cumplió, pero eres medianamente feliz. Tienes una libertad que deseaste con frecuencia desde antes de entrar a la universidad. Tuviste que renunciar a un par de otras cosas, pero esto es así.
No respondí. Era como si verdaderamente el tiempo se hubiese detenido, o hubiera habido un accidente en la vía que impedía que mi tren llegase.
El hombre parecía preocupado y no tardaría en insistir. Aunque no sabía lo que quería, estaba seguro para ahora que no era dinero. A lo mejor se sentía solo, como lo hacía yo, y la coincidencia lingüística le recordó tiempos mejores.
-Se me ocurre algo. Cuando regresé en el 19, el pasaporte con el que hice el viaje en el que te encuentras seguía vigente. No fue importante después, y aún lo conservo. Déjame enseñártelo.
Fue entonces cuando noté que cargaba una mochila idéntica a la mía, sólo más vieja  y gastada. Tenía los mismos cierres, las mismas palabras rayadas, y empezó a buscar su pasaporte en el mismo lugar donde guardaba yo el mío. Alcancé a ver, entre sus papeles arrugados, lo que me pareció ser una vieja foto de mi Lucy. La idea de perderla para siempre por culpa mía me aterrorizaba más que las calles que rodean la terminal. A lo mejor era cierto y podía encontrar la manera de evitar que ello sucediera. Aunque sabía que uno suele encontrar su destino en el sendero que toma para evitarlo, tratándose de Lucy, me parecía adecuado arriesgarme.
-Aquí está.
Me tendió un pasaporte. No era yo. No era mi fotografía, no era mi nombre, no era ninguno de mis datos. Ahora que lo pienso, ni siquiera estoy seguro de que fuera un pasaporte mexicano.
-¿Es una broma? –pregunté.
-Ninguna –me dijo, con seguridad- es el mismo pasaporte que llevas en tu bolsillo.
-No lo es –repliqué a la vez que lo buscaba en mi bolsillo. Lo encontré y se lo di. –Mira.
Me interrumpió la voz del cielo y me hizo voltear a la pizarra: Madames et monsieurs, le train á Compiègne est arrivè dans la viel número dix-setp.
Volteé a tiempo para verlo salir corriendo de la estación, con mi pasaporte en la mano. Salí corriendo detrás de él pero se perdió en la noche parisina, en las horribles calles que rodeaban la Gare. El miedo que la ciudad me creaba se multiplicaba ahora, la ansiedad y la preocupación de quedar varado por un tiempo más en esa horrible ciudad.
Pasé la noche caminando por las calles, buscándome. El domingo lo perdí casi completo pidiendo direcciones para llegar aquí a la embajada. Ahora que estoy aquí me siento más tranquilo y lo único que deseo es volver a casa. Tome, éste es el pasaporte que aquél individuo me dio.

El empleado de la aduana lo examinó por unos momentos y me lo regresó. Señor –me dijo- éste es su pasaporte. Me temo que está vencido desde el 19, pero lo podemos arreglar. Debe estar ansioso por volver, veintitrés años fuera de casa es mucho tiempo. 

parís, enero de 2009
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