Ya a lo lejos se veían las luces de Belem. Hay que dormir aquí, le dice María, ya es muy de noche. Mañana estaremos allá. Duérmete, le dijo José, duerme si puedes, encima de este burro. Yo lo seguiré guiando y hoy mismo estaremos allá.
Platícame algo, le dice María y José hace como que no escucha, sigue caminando y finge estar observando las tantas y tantas estrellas que hay en el cielo de noche, Cuántas habrá, se pregunta y hace como que las cuenta, pensando que no podría estar lleno de ellas, no podría haber infinitas, Si las hubiese, se convence a sí mismo, entonces a cualquier lugar que mirásemos en la noche, veríamos una estrella y el cielo de noche sería tan luminoso como el de día. Sonríe satisfecho de haber descubierto tal cosa, un logro enorme en la mente de este noble carpintero, y regresa su mente a pensar en el camino y las piedras y en fingir que no escucha a su esposa cuando le dice José, platícame algo, por segunda vez.
Cómo qué, le contesta al fin.
No sé José, platícame algo. Lo que sea.
Siempre quise ser pastor, le confiesa él, cuando era más pequeño, quería ser un pastor de ovejas. Caminar por enormes pastizales con un enorme grupo de ovejas. Y qué pasó, le preguntó María, No pude. No podía mantener a mis pocas ovejas juntas y cuando se perdía una, si trataba de ir por ella, casi siempre perdía otra y no tenía idea de donde ir a buscarla. Me importaba más el salario.
Una vez atacó un lobo y yo salí corriendo, dejando a las ovejas ahí, solas.
Ah, le contesta María, ahora ella completamente perdida en la luz de las estrellas, que es, a fin de cuentas, lo único que de ellas podemos ver. Y si de pronto viésemos nacer una estrella: y si justo ahora se cumplieran los millones de años luz que le toma proyectarse hasta nosotros, y si justo ahora se apagara una, luego otra, una por una se fuesen extinguiendo todas no porque justo acabaran de hacerlo, sino porque el cielo que vemos no es sino el cielo de hace millones, millones de años atrás. Y entonces el sol se oscurecerá, la luna perdería su brillo, caerían las estrellas y se bambolearían los mecanismos del universo. La gravedad sería más fuerte y lograría por fin contraer el universo, verdadera lucha omnipresente, entre la fuerza que atrae y la que repele, entre el amor y el odio habrían dicho algunos otros y dirán muchos otros románticos, o gente que no entiende de teorías de relatividad. Luego la densidad sería infinita, cantidades de masa ininteligibles en un punto mínimo, en un punto que no es espacio tampoco, desviando el espacio-tiempo y logrando hacer que no se contrajera en sí y luego, irónicamente, enderezarlo, volverlo lineal y universal para al fin, ser absoluto, tiempo y espacio absolutos, ser absoluto pero dinámico, cambiante, como un Dios con estado de ánimo, con sentido del humor. Luego, acabada la contracción, todas las leyes se acabarían, o, curiosamente, volverían a empezar viendo como el universo se vuelve a formar y poco a poco se aleja de sí mismo. ¿Y luego qué?
Luego intenté ser granjero. Pero tampoco pude. Cuando sembraba, unos granos caían a lo largo del camino, otros caían en terreno pedregoso, otros caían en medio de cardos y sólo unos pocos caían en tierra buena. Los que caían a lo largo del camino eran comidos por las aves. Los que caían en medio de terreno pedregoso brotaban de inmediato, y eso me llenaba de alegría, veía las pequeñas plantitas germinar, crecer tantito. Pero en cuanto les daba muy fuerte el sol, se quemaban y se secaban. Los que caían entre cardos eran luego ahorcados por ellos. Y unos, muy pocos unos, los que habían caído en la buena tierra, crecían, y daban fruto y eran muy bonitas. Pero yo no tenía la paciencia que requiere ser granjero. Tan pronto plantaba, ya quería cosechar los frutos. Quería cosechar donde no había sembrado, volteó a ver a María e hizo curiosa pantomima con las manos, Recoger donde no había invertido, pues.
María lo miraba y le otorgaba su silencio, probablemente aún inmersa en las meditaciones estelares, quizás, y todavía más probable, distraída a causa de las patadas que daba el pequeño Jesús, a petición de José, dentro de su vientre. Pataditas de vida, tal vez eran su manera de aprehender al mundo, pateando, repeliendo, porque ahora no-nacido patea para saludar y después, quizás para alejar, o defenderse. ¿Y si los bebés no quisieran nacer y por eso patean? Llenos de conciencia, patean porque los sacan del mejor lugar del mundo, del lugar seguro; del lugar donde hay vida aunque todavía no nazcan.
José ahora miraba al camino, pero el ojo de su mente estaba en algún otro lugar. Esta vez, sin que María se lo pidiera e, incluso, porque parecía que María ya había perdido interés en la plática, como si hablase para sí mismo aunque eso no fuese siquiera tantito cierto, puesto que María escuchaba y el bebé escuchaba y nosotros escuchábamos y María le sonreía en la oscuridad y era más que esas estrellas lejanas, más que miles de galaxias y Vías Lácteas, más que ese tenebroso universo en expansión en donde sobra lugar para el llorar y rechinar de dientes; y la sonrisa era suya, y era para él y siendo de él podía besarla a ella, podía acercarla y podía amarla incluso si la tuviese lejos, digamos a uno, doce o doscientos kilómetros, pero besarla sólo podía ahora, ahora que la tenía cerca, ahora que era suya y que le sonreía en medio de esta nada muy oscura por donde pasaban.
Una vez planté trigo, una muy buena semilla que me regaló mi amigo. Pasé dos semanas preparando la tierra, haciendo surcos y esas cosas. Luego, en un solo día, sembré toda mi buena semilla. Y me fui a dormir. En la noche vino mi enemigo y sembró mala hierba. Yo no habría tenido manera de saberlo, por supuesto, a no ser porque cuando crecía mi sonrisa junto con las espigas de trigo, crecía también esa mala hierba. Qué hacemos, me preguntaron, y yo dije Arranquen esa mala hierba para que pueda crecer la buena semilla. Y cuando arrancaron esa mala hierba, arrancaron también el trigo. Lo echaron todo al fuego y nada quedó para las bodegas. Qué mal, le dijo María, y se hizo el silencio como alguna vez se hizo la luz, con la pequeña diferencia de que si alguien dijese Hágase el silencio, sería pues, la peor manera de hacerlo.
Esa tierra ya no valía absolutamente nada para mí, incluso, más bien, me parecía como si estuviese maldita. Decidí pues venderla y no tardé mucho en encontrar quien la quisiera. Un hombre vendió todo lo que tenía para comprar la tierra, yo nunca creí que valiera tanto pero después me enteré que el hombre había encontrado un tesoro escondido.
Y así se vino una temporada muy pesada para todos. Intenté regresar a casa de mi padre, pero no me aceptó, pues mi hermano mayor, quien nunca lo había abandonado, era para él su único hijo. Tenía hambre y nadie me dio de comer. Tenía sed y nadie me dio de beber. Tenía frío y nadie me compartió de sus ropas. Estuve enfermo, incluso en la cárcel y nadie me fue a ver.
Sin darse cuenta, José había dejado de caminar y estaba simplemente ahí, parado con la mirada perdida y sosteniendo la mula con una mano.
Y entonces soy carpintero, dijo José, al fin, llegando a Belem, habiendo cruzado por la sierra al momento en que el sol terminaba de cruzarla también.


